«Ningún hombre es una isla, ni algo completo en sí mismo; cada hombre es un trozo del continente, una parte de la totalidad».

John Donne

«Siempre y eternamente sólo existe ahora, el mismo y único ahora; el presente es la única cosa que no tienen fin»

Erwin Schrodinger

 

Nos guste o no admitirlo, necesitamos a otras personas. La gente que comparte nuestras vidas contribuye a enseñarnos quienes somos. Sus acciones y actitudes son como un espejo que nos muestra no sólo aspectos del comportamiento humano sino también facetas de nuestro condicionamiento social.

Se dice que como humanos nuestra característica predominante, e igualmente nuestra faceta más ignorada, es que cuando hablamos de otras personas, o cosas, en realidad nos estamos refiriendo a nosotros mismos. De hecho, debido a esa ceguera necesitamos otra gente para proyectarnos en ella. Y entonces, quizá en algún momento de claridad, alcanzaremos la percepción profunda de que nuestras descripciones de los demás son de hecho explicaciones de nosotros mismos. Gracias a nuestro entorno y nuestras conexiones sociales puede que a la larga una luz nos alumbre.

Tal como son las cosas, muchos sólo somos vagamente conscientes de la magnitud de nuestro condicionamiento social. Quizá no nos demos cuenta plenamente de cómo el lenguaje, las imágenes y los términos de referencia que enmarcan la sociedad en la que nacimos también influyen en gran medida sobre nuestros propios patrones de pensamiento y nuestras respuestas emocionales. En otras palabras, pese a lo que nos gusta contarnos, nuestros pensamientos y opiniones no son enteramente nuestros. Vivimos en un mundo de «préstamos». Es decir, mucho de lo que pensamos, y de quiénes creemos ser se toma prestado de algún otro lugar. Asumimos opiniones e ideas que no son propias, y luego las hacemos nuestras otorgándoles nuestra atención. Como un edificio, nos construimos ladrillo a ladrillo, colocándolos uno tras otro sobre nosotros. Nuestro mundo psicológico es este edificio «artificial» que hemos levantado con las cosas de usar y tirar de este mundo. Al resultado de colocar nuestra personalidad —como una membrana— sobre esa construcción, lo llamamos nuestro Yo. Después de todo, la palabra personalidad procede de «persona» que proviene del latín, y que en su origen hacía referencia a una máscara teatral. Con esta máscara, a partir de nuestros apegos a las cosas exteriores, hemos formado nuestro «personaje teatral». Nuestra presencia física en este mundo no es una isla aislada; todos somos puentes tendidos entre unos y otros, construidos con los guijarros y las piedras del mundo material. Y mediante este cuerpo navegamos nuestra realidad manifiesta. Nuestra dimensión física es «de este mundo» y estamos hechos de sus materiales. Por tanto, participamos en la densidad del mundo; y es de esta situación de donde surgen las dificultades. Olvidamos que hay una separación —o más bien, una diferencia— entre nuestro ser social y nuestro Ser interno. Y en este sentido, apenas conocemos nuestras propias mentes.

Desarrollamos nuestras propias narrativas sobre cómo somos entidades independientes, libres para tomar nuestras propias elecciones y decisiones basadas en nuestra «propia mente». Nuestras sociedades nos dicen que somos individuos libres pero al mismo tiempo, mediante el condicionamiento,  hacen de la persona parte inseparable de la sociedad. Con el mismo ánimo nos ordenan ser libres mientras nos mandan someternos. Y ese vínculo dual, o estado contradictorio, crea no sólo confusión psicológica sino también una sensación ilusoria del yo. Se nos enseña que como agentes libres somos responsables mientras simultáneamente se nos maneja mediante los procesos sociales. La verdad del asunto puede que sea algo diferente: que tenemos un sentido único del yo con un cierto grado de autonomía mientras que a la vez estamos intrínsecamente interconectados a cada organismo viviente. Estamos en una gran comunión: ningún ser es una isla. O como Alan Watts dijo una vez: «El universo implica al organismo, y cada organismo individual implica al universo».[1]

Cada uno de nosotros es el universo volviendo la vista atrás hacia sí mismo. Podemos ir más lejos y decir que el cosmos se ve a través de nosotros y, al mismo tiempo, nosotros nos vemos a través del cosmos. Sólo cuando empleamos todo nuestro tiempo y nuestros esfuerzos describiendo lo exterior es cuando perdemos esta perspectiva. Es como el cuento del chiquillo que cazó una mosca, la diseccionó, y a continuación se preguntó a dónde había ido a parar. Nos hemos entrenado para observar y «saber» mediante la separación en lugar de la integración. Observamos el espacio y «vemos» el vacío: no percibimos la energía que lo envuelve todo y de la cual emerge la materia. Es lo mismo que ver acercarse la olas por sus crestas y sus valles, sus subidas y bajadas y, aún así, dejar de ver el océano. Sólo vemos aquello que nos hemos entrenado a ver. En lugar de tratar de adaptar nuestros sentidos a los nuevos entornos, preferimos fijarlos para que sólo perciban lo familiar, lo que ya conocemos. De esta manera reforzamos nuestros «saberes» mientras tapamos cualquier anomalía que pueda alterar nuestra seguridad. Seguridad es estabilidad, y demasiadas incógnitas provocan malestar. Nos inquieta aquello que desconocemos; sin darnos cuenta de que nuestros futuros dependen de que busquemos y exploremos esas incógnitas actuales. Tendemos a vivir nuestras vidas llenas de paradojas y contradicciones.

Muchas de las contradicciones que llenan nuestras vidas son fenómenos secundarios que mantienen la representación del juego de la vida. Los dualismos y las distinciones —como bueno y malo, y yo tengo razón y tú te equivocas— no son esenciales (aunque a menudo las confundimos como tales). El mundo está lleno de ángeles y demonios (por usar una analogía desgastada), donde los ángeles están ganando pero aún no lo han hecho y los demonios están perdiendo pero aún no lo han hecho. Y así la interacción constante mantiene el juego activo y dinámico, y no estático. Nuestra realidad es similar a esto, está llena de fenómenos secundarios que mantienen la pelota rodando y todo en movimiento. Pero se diría que a menudo nos perdemos apegándonos sólo a estos aspectos secundarios y perdiéndonos la unidad que subyace a todo. Cuando nos adherimos a definiciones, o describimos y etiquetamos las cosas, ya estamos creando un límite. Al catalogar estamos creando categorías y comparaciones que por su naturaleza nos limitan. Las cosas verdaderas están más allá de tales categorizaciones definitorias; existen en los espacios intermedios, en las brechas en las cuales todo es invisible. No es de extrañar que tantos sabios y profetas hablasen con parábolas y enigmas: es el mecanismo más útil para comunicar lo indecible.

Enfocarse en los fenómenos secundarios es lo que puede crear una respuesta emocional de hastío. Aquellas personas que alegan que se aburren en la vida también puede que afirmen que no encuentran nada excepcional o fascinante en la condición humana. O, por decirlo de otra manera, el hecho de ser seres humanos que viven en este tiempo en concreto, dentro de un cosmos vasto e inteligente, jamás les ha asombrado. Hay algo incompleto en esta falta de asombro, una carencia de consciencia sensible. Podemos preguntarnos ¿cómo es que una persona verdaderamente sensible puede serlo sin asombro metafísico o sin sentir el impulso de plantearse cuestiones fundamentales acerca de nuestra existencia?

¿Cómo podemos no darnos cuenta de que estamos viviendo tiempos verdaderamente extraordinarios, con todas las perturbaciones y oportunidades que ello implica?

 

Un nuevo horizonte

En este planeta se está gestando un nuevo horizonte temporal para nosotros y con él llegan perspectivas diferentes; ya hemos empezado a habitarlo, ya tenemos información que nos devuelve al comienzo propuesto del universo, al núcleo del quark y al holograma cósmico. El horizonte humano de información abarca actualmente miles de millones de años. Tales nuevas perspectivas están abriendo nuestra visión exterior de la realidad material. Para ello, las herramientas que nos auxilian son primordialmente tecnológicas. A este respecto, ayuda entender que la tecnología es otro medio mediante el cual operamos en la existencia material. Es decir, facilita otro modo de transmisión. Al igual que formas culturales como las entidades religiosas, las instituciones sociales, los gremios, las estructuras y los edificios sagrados, etcétera, eran medios mediante los cuales operaba el potencial de desarrollo, también puede pasar con nuestras modernas tecnologías (aunque no en todos los casos, ¡por supuesto!). Las tecnologías modernas que surgen —Internet, la inteligencia artificial, las máquinas de aprendizaje asistido, la nano y la biotecnología, etcétera—, son las herramientas de nuestra época. Esto se parece a cómo las pirámides, Stonehenge, los círculos de piedras, las catedrales góticas, y similares, fueron las tecnologías de épocas precedentes. La tecnología es un medio gracias al cual la humanidad puede recibir asistencia a lo largo de su espiral de desarrollo evolutivo. No debería considerarse como una sustitución de la humanidad, lo que, de nuevo, es un ejemplo de cómo nos proyectamos en las cosas exteriores.

Como es adentro, es afuera: nuestras tecnologías representan una conexión y una comunicación que tenemos interiormente. Nuestro camino de desarrollo como seres humanos funciona con la tecnología como una expresión de nuestra época y de nuestro estado actual de avance material. Asimismo, nuestras tecnologías repercuten sobre nuestros órganos biológicos humanos de percepción. Según el filósofo espiritual Idries Shah:

En respuesta a esa necesidad, el organismo de los seres humanos está produciendo un nuevo conjunto de órganos. En esta era de trascendencia del tiempo y el espacio, tal complejo de órganos se ocupa de dicha trascendencia. Lo que la gente corriente contempla como ráfagas esporádicas y ocasionales de poder telepático o profético son… nada menos que los primeros atisbos de tales órganos. [2]

Según esta declaración precedente podemos ver que hay una fuerte correlación entre el desarrollo exterior e interior: ninguno de los dos existe aislado sino que forman un todo interrelacionado. La realidad es que, a pesar de la «evidencia» de nuestros sentidos, no hay islas separadas. En la vida podemos «ver» las cosas como separadas, pero ésa es una perspectiva que permite que la vida material funcione. A un nivel más profundo, más intrínseco, todas las formas —vivientes y no vivientes— están inherentemente interconectadas. Podemos parecer islas sobre la superficie del agua, pero por debajo está el océano que nos conecta a todos. Reconocerlo es cuestión de elección.

 

Nuestra elección

En nuestras vidas elegimos en todo; y cuando se llega a lo básico —lo que se debe hacer inevitablemente— nos encontramos frente a una elección fundamental entre vivir una vida de Amor o de Miedo. En otras palabras, si escogemos el Amor nos ponemos del lado de la compasión, la empatía, la aceptación, el perdón y la tolerancia. Y si escogemos alinearnos con el Miedo nos entregamos al control, la manipulación, la ansiedad y la vulnerabilidad. Entonces ¿en qué elegimos confiar?

Si nos enrolamos en una vida vivida como islas separadas, inevitablemente aprendemos (o estamos condicionados) a poner nuestra confianza en el exterior, en una serie de instituciones que pueden abarcar lo religioso, el trabajo y la carrera profesional, lo social, lo educacional, etcétera. Y si estas instituciones nos fallan es natural que nos sintamos vulnerables e incluso traicionados. Pero la verdad del asunto es que primero nos traicionamos a nosotros mismos al externalizar nuestra confianza. Si vivimos la vida confiando en sistemas externos y vínculos socio-culturales, debemos estar preparados para sentirnos angustiados en el caso de que esos apegos externos se rompan. En épocas de gran transición, como la actual, estos vínculos e instituciones sociales son muy frágiles.

Es importante que reconozcamos que gran parte de nuestra vida cotidiana se negocia entre estas «pertenencias» y apegos similares que envolvemos y apretamos a nuestro alrededor, como un  abrigo protector. Al mismo tiempo, tenemos que reconocer que nuestro mundo de «pertenencias» está cambiando. Hemos «pertenecido» a nuestras naciones, nuestras religiones y sistemas de creencia, nuestras políticas, nuestros equipos, nuestras comunidades, etcétera. Fuimos educados en gran medida dentro de nuestras pertenencias colectivas que nos ofrecían una cierta apariencia de un entorno fijo. Y ahora muchas de esas posesiones colectivas se están deshaciendo, se desarman. Tales posesiones y apegos nos reclutaron y nos formaron; pero ya no nos «pertenecen». Eran nuestras burbujas que crearon nuestras islas; nos hicieron creer y poner nuestra confianza en una serie de constructos exteriores. Este desarme revela que nuestra sensación de vulnerabilidad es en parte el desmantelamiento de nuestras falsas suposiciones. Y aún más, que nuestra sensación de vulnerabilidad es el miedo a soltarlas. Es importante estar abierto a recibir información, incluso aunque sea de naturaleza desagradable. Pero estar abierto a tal información no quiere decir que deberíamos adoptar una postura de miedo. Tenemos que elegir no aceptar o adoptar esas cosas exteriores como «pertenencias» propias. Necesitamos el mundo exterior que nos rodea porque es el medio ambiente que nos nutre como seres físicos; pero deberíamos estar atentos y ser conscientes de que la mayoría de lo que vemos son los restos y deshechos que flotan sobre las inmensas aguas de la vida.

Sabiendo esto, estamos obligados a buscar aquellas experiencias que sintamos como reales para nosotros, y que puedan ayudarnos a desarrollarnos como seres humanos. Estas experiencias dependen de que nos relacionemos con la gente que, por una u otra razón, se manifiesta en nuestras vidas. Puede que no siempre sean agradables, pero trabajar con nuestras relaciones personales es una de las maneras más rápidas de auto-desarrollarse. Es donde muchos de nuestros asuntos mentales y emocionales pueden trabajarse y resolverse. Somos individuos y al mismo tiempo somos un gran organismo integral humano. En algún lugar dentro de ese organismo están las experiencias centradas en el corazón que pueden impulsarnos hacia delante por nuestro camino.

Después de todo, lo Real no es el constructo sino la experiencia personal profunda. Para entender el amor debemos experimentarlo, no tienen que dárnoslo en un mensaje de texto o escrito en una postal de San Valentín. Igualmente, eso que llamamos «yo» sólo es un constructo hasta que podemos experimentarlo mediante la revelación generada por otros. Solos, somos incapaces de «ver» el yo, como no podemos ver nuestros propios rostros. Así como para poder ver nuestra cara necesitamos un espejo, en la vida necesitamos otras personas como espejos para revelar la labor del Ser, porque ningún Ser es una isla. Cada Ser es una parte de la Totalidad que se mira de vuelta a Sí Misma.

 

[1] Alan Watts, The Book (Rider, página 107)

[2] Idries Shah, The Sufis, (Octagon Press, página 54)

 

LIBROS DESTACADOS