En nuestro nivel habitual de consciencia, a menudo no hay un patrón perceptible o discernible en el flujo de los acontecimientos. En parte, esto se debe a que estamos condicionados a percibir un programa de realidad dominante. No tenemos acceso a la realidad objetiva, aunque puede haber momentos y casos en los que se produzcan atisbos. El fenómeno de los milagros, cuando las leyes de una realidad ajena a la nuestra intervienen/operan dentro de nuestra realidad subjetiva, es un ejemplo de ello. Asimismo, muchos antiguos cuentos, fábulas, alegorías, etcétera, son representaciones de lo que denominamos una «dimensión superior» que opera dentro de la nuestra. Tales impulsos nos ayudan, seamos o no conscientes de ello, a reorientar nuestra percepción frente a la programación adoctrinada. Lo que a menudo tomamos como realidad es, de hecho, solo una pequeña porción de un panorama «mucho más amplio».

El acto de discernimiento es un acto interno; como tal, requiere un enfoque disciplinado. Sin embargo, como hemos visto, las sociedades modernas no solo no atienden a tales prácticas, sino que nos disuaden activamente de acercarnos a ellas. El resultado es que la gente en general no ve –o no siente– la necesidad de ese discernimiento. La vida moderna nos mantiene ocupados y desviados por otros menesteres. Desgraciadamente, para que apartemos nuestra atención del «camino recto» de la vida normalizada, a menudo  se necesitan «impactos de shock». Y desde el estallido de la pandemia llevamos casi dos años viviendo un «impacto» de este tipo. Podríamos ver nuestro dilema actual desde esta perspectiva: la vida moderna necesitaba un «punto de crisis» dentro de sus viejos patrones para que surgiera en la gente la necesidad de algo diferente. Es en esos momentos de profunda reflexión cuando puede producirse una consciencia interior: el reconocimiento de que la cultura común (el consenso) no proporciona suficiente sentido a nuestras vidas. Es decir, que falta un impulso trascendental, metafísico. La consciencia de esta carencia suele producirse en épocas en las que existe un notable deterioro de los sistemas sociales y culturales. Tal reconocimiento –o re-conocimiento– aún no predomina en la mayoría de nuestras modernas naciones llamadas «civilizadas». Sin embargo, pronto alcanzaremos ese punto de inflexión.

Durante demasiado tiempo hemos estado ausentes del valle de la «creación del alma», por citar al poeta John Keats. Sin embargo, las señales siempre han estado ahí para guiar el camino. Cuando nuestros primeros ancestros cavernícolas dejaron las huellas de sus manos en las paredes de sus cuevas, estaban indicando al mundo exterior: «Estoy aquí, existo». La chispa interior del ser humano intentaba ser escuchada, plasmarse en la vida exterior. Era una etapa temprana en la expresión de la consciencia humana interiorizada. En cada época, nuestra consciencia percibe e interpreta la realidad de una manera particular. La forma en que experimentamos la realidad que nos rodea influye en nuestra percepción de la misma, y viceversa. Por eso nuestras percepciones siempre han sido un blanco de la manipulación directa: es nuestro software de detección de la realidad.

Como parte de nuestros pasos hacia el discernimiento podemos empezar por identificar los siguientes factores: i) el reconocimiento de la propia situación y la necesidad de autodesarrollo y/o ajuste de la vida; y ii) la necesidad de un desprenderse parcialmente del propio condicionamiento social y cultural, así como de las influencias externas. Al reconocer estos dos factores, una persona puede dar el primer paso hacia el discernimiento autoconsciente. Un descondicionamiento gradual de la personalidad social (el personaje) ayuda a desarrollar una perspectiva desapegada y a ver los impactos externos por lo que son. Para poder ver y pensar con claridad, necesitamos despejar metódicamente nuestra personalidad social. Entonces, y solo entonces, se puede dar un paso consciente hacia la libertad interior y la auténtica liberación. Es decir, los viejos patrones deben volverse menos determinantes, dogmáticos y fijos. Entonces, a través de este espacio, en el que los viejos patrones de creencias han abandonado sus amarras, pueden surgir nuevas percepciones. A medida que este proceso se desarrolla gradualmente, es importante que cada persona se mantenga anclada en el mundo –en su vida cotidiana– y no se entretenga con fantasías divertidas o intoxicaciones injustificadas. Además, es importante recordar que en todo lo que hacemos debemos estar en armonía y equilibrio, y no en conflicto con nuestra vida cotidiana. Nuestra dignidad y decencia no está en lo logrado, ni en lo que es, sino en lo que puede llegar a ser. Y esta es una elección que cada persona puede hacer.

Nuestra elección

Como en todo en nuestra vida, hacemos una elección. Cuando todo se reduce a lo básico –lo que inevitablemente debe ocurrir–, nos encontramos con que estamos ante una elección fundamental entre vivir la vida en el Amor o en el Miedo. En otras palabras, si elegimos el Amor nos alineamos con la compasión, la empatía, la creatividad, la conexión, el apoyo, el compartir y la resiliencia. Y si elegimos alinearnos con el Miedo nos entregamos al control, la manipulación, la ansiedad y la vulnerabilidad: todas ellas expresiones de una cultura de opresión.

Si nos adscribimos a una vida vivida como islas de separación, inevitablemente aprendemos (o estamos condicionados) a depositar nuestra confianza externamente en una serie de instituciones que pueden ser religiosas, laborales/profesionales, sociales, educativas, políticas, etcétera; y si estas nos defraudan, naturalmente nos sentimos vulnerables, o incluso traicionados. Sin embargo, la verdad es que, en primer lugar, nos traicionamos a nosotros mismos al externalizar nuestra confianza. Si vivimos una vida que depende de sistemas externos, debemos estar preparados para sentirnos angustiados si esos sistemas se estropean. En tiempos de gran transición, como ahora, estas instituciones sociales son, en sí mismas, muy frágiles. Además, muchos de estos sistemas se están revelando como corruptos, o están siendo utilizados por agentes humanos también corruptos. En este momento, yo diría que estamos siendo testigos del «gran desentrañamiento» de muchos de los sistemas en los que antes confiábamos. Estamos viendo cómo se deshacen muchas estructuras deshonestas, poco éticas y tóxicas que inevitablemente ya no pueden servir a nuestros intereses. Este desenredo está desvelando que nuestra sensación de vulnerabilidad se debe, en parte, al desmantelamiento de nuestras falsas suposiciones. Y, además, que nuestra sensación de vulnerabilidad procede del miedo a desprenderse. Es importante estar abierto a recibir información, aunque sea del tipo desagradable. Sin embargo, estar abiertos a esa información no significa que debamos adoptar una posición de miedo. Tenemos que decidir no aceptar, o adoptar, estos aspectos externos de miedo y toxicidad. No nos «pertenecen».

Al saberlo, nos vemos obligados a buscar aquellas experiencias que nos parecen reales y que nos pueden ayudar a desarrollarnos como seres humanos. Si hay una «verdad» que discernir, no debe proceder de construcciones artificiales, sino de nuestras experiencias personales cotidianas. Comprender que lo que llamamos el «yo» es solo un constructo hasta que podamos experimentarlo a través de la revelación que nos brindan los demás. Solos, somos incapaces de «ver» el yo, al igual que no podemos ver nuestro propio rostro; y así como necesitamos un espejo para verlo, también necesitamos que otras personas y experiencias de la vida sean como espejos para revelar el funcionamiento del Yo interno. Al final, lo que nos enseñará el discernimiento que necesitamos para distinguir la verdad de la mentira será nuestra participación en la vida. Ningún curso online o programa de televisión puede enseñárnoslo. No nos alejemos de nosotros mismos: invitémosnos a acercarnos.

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