La verdadera tragedia de nuestro tiempo reside no tanto en los insólitos eventos exteriores como en la miseria ética y la dolencia espiritual sin precedentes que ostensiblemente revelan.
Paul Brunton
Nuestra visión del mundo predominante todavía prefiere creer en la fantasía de que somos una especie viviente dentro de un universo sin vida, y que podemos seguir con mundana indiferencia como si «aquí no pasara nada». Es el mito de que el mundo sólido, material, está «ahí fuera» y nosotros no somos sino organismos independientes deambulando por su interior. De aquí que situemos todo a cierta distancia, creyendo que hay un nosotros y que luego está el mundo exterior. Este sistema de creencias ha sido el responsable de que la humanidad sienta que tiene el derecho, o incluso el deber, de conquistar y controlar el mundo que la rodea. Pero al hacerlo nos hemos quedado huérfanos no sólo de nuestro propio entorno –de nuestro ambiente vital– sino de nuestro propio sentido del ser. Nos hemos alienado y nos hemos convertido en una especie insatisfecha. Hemos creado y cultivado una visión del mundo árida y estéril, cual metal herrumbroso en un páramo. Puede que un mundo de objetos separados haya sido tranquilizador para nosotros, pero a largo plazo no es esperanzador. Basta con que echemos un vistazo al mundo actual para ver que las cosas no están yendo bien.
No hay duda de que estamos viviendo tiempos de complejidad, incertidumbre y cambio. También estamos en una época de contradicciones extremas en la cual se diría que hay tendencias opuestas que van codo con codo; donde los individuos cuidan mucho más sus cuerpos y están obsesionados con la dieta y las modas saludables, mientras la obesidad es una epidemia. Vivimos en medio de una combinación paradójica de jovialidad y miedo, de diversión y ansiedad, de euforia y desazón. He aquí una cita relevante al respecto:
«Apenas pasa una semana sin una sensación mundial. Nuestros periódicos nos ofrecen en un solo número lo que antaño era la historia de todo un mes. Sus páginas nos consternan y nos distraen con informes de nuevas crisis que se suceden rítmicamente; tensan y cargan nuestros nervios con imágenes de mercados abatidos o humanidad oprimida; angostan nuestra mirada con historias de cambios rápidos. La situación es ya suficientemente dramática y sería fantástica si además no fuese tan calamitosa… La verdadera tragedia de nuestro tiempo reside no tanto en los insólitos eventos exteriores como en la miseria ética y la dolencia espiritual sin precedentes que ostensiblemente revelan».
Esta cita describe adecuadamente nuestra situación actual y sin embargo se publicó en 1952. Su autor –Paul Brunton– continua diciendo que: «Cuando una civilización materialista se hace exteriormente impresionante pero permanece interiormente empobrecida, cuando las relaciones políticas se convierten en una fachada sobrecargada para ocultar las habitaciones espiritualmente vacías que hay tras ella, es seguro que aparecerán por todas partes problemas amenazantes». Brunton sigue siendo tan descarnadamente correcto en su análisis de la actualidad como lo fue en la de su momento. El resultado es que en efecto están apareciendo «problemas amenazantes» por todos lados: corrupción e ineptitud políticas; manipulaciones económicas; agresiones entre naciones y guerras motivadas políticamente; crisis de refugiados; torturas y sufrimientos humanos; codicia capitalista; corrupción corporativa; disturbios sociales exacerbados; intolerancia religiosa y moral; muestras crecientes de comportamiento psicopático (personas privadas y figuras de autoridad); propaganda descarada; degradación medioambiental; indigencia espiritual y todo lo demás.
En un periodo de acrecentada inestabilidad –de horror, terror y sufrimiento– no es sorprendente que energías desesperadas circunden el mundo. El resultado es que mucha gente se ha «insensibilizado espiritualmente» por lo que ve que está ocurriendo en el mundo, y siente que sólo una dura respuesta física similar puede ser eficaz. Y, aún así, en otros se ha agudizado la consciencia de una carencia interna y sienten que se necesita alguna satisfacción interior. Las palabras «místico» y «espiritual» siguen siendo vagas y etéreas. La gente siempre ha dependido del lenguaje para que le brinde guía y alimento. Pero en este dominio, las palabras no son sino vestigios óseos de la carne verdadera. La crisis de nuestro tiempo ha sido muy clarificadora para unos cuantos en tanto que ha confundido casi todo para la mayoría. No hay hacia donde volverse públicamente para encontrar la verdad: prácticamente nada en lo que creer en el presente y demasiada incertidumbre respecto al futuro. El resultado de todo ello es que mucha gente tiene dudas que no sabe cómo abordar, y esto se está acumulando dentro de sus mentes como una infección patógena, oscureciendo su visión y su cordura.
Aquellas personas cuyo fundamento metafísico ha sido reemplazado por otro materialista nunca percibirán la verdad inherente en nuestro potencial para el desarrollo interior, espiritual. Pero aunque no tengan en cuenta estas verdades, eso no las elimina de su esfera de operación. Que haya tanta gente preocupada con las circunstancias externas de su vida que descuida, o ni siquiera siente, su anhelo más elevado, es un signo de nuestra época. Hay una gran cantidad de compensaciones para esta carencia a través del «guruismo de remedio rápido», es decir: retiros costosos, el denominado asesoramiento espiritual, y el «coaching» de vida. Pero estos son como curas de comida basura para un hambre más profunda. Hoy día, la lucha real no es la que vemos en los medios de comunicación –enfrentamientos culturales, opiniones voceadas, y oposiciones políticas– sino más bien la que hay entre la perspectiva material y la de la dimensión interior, espiritual de la vida.
Nuestras culturas y sociedades están desequilibradas porque buscan gobernarse mediante leyes artificialmente construidas que ignoran la sabiduría intemporal de la antigua comprensión. Nuestras sociedades no tienen en cuenta la finalidad humana ni el sentido de nuestra existencia. Nos llevan a vivir para el trabajo, disfrutar con las diversiones, y al final morir con deudas y aranceles. Está claro que el mundo está protegido por los intereses personales del poder. No hay justicia ni equidad en este arreglo desequilibrado. Las conferencias de paz se fundan en el compromiso y no en la compasión. El comercio se basa en la fuerza en lugar de en la colaboración. Y el poder y la fuerza extienden su imperio sobre las olas[1] (desde las ondas de radio hasta las órbitas espaciales). El poder y la política se han separado; en la actualidad el poder se ha desplazado a un espacio extraterritorial que está más allá de las fronteras, las naciones, las leyes, la visibilidad, y la responsabilidad. Los poderes reales que ahora manejan nuestro mundo son invisibles, intangibles y casi desconocidos, además de ser a la vez tan dominantes y peligrosos.
Las denominadas culturas modernas actuales están cada vez más fragmentadas, son como corrientes líquidas que ya no se pueden identificar o por las que no se puede navegar cabalmente mediante los signos, los símbolos y los significados antiguos. En cierta medida, la vida moderna ha comenzado a disolverse a fin de volver a ensamblarse. De manera similar, el poder personal está encontrando su nuevo espacio, dentro de cada persona y a través de sus redes. El individuo también está recomponiendo su propio sentido del poder. Hemos entrado en un periodo de un ensamblaje incierto en el cual las formas sociales se disuelven más deprisa de lo que las nuevas pueden reemplazarlas. Una característica de los tiempos actuales es que las nuevas formas de pensamiento y comportamiento aún no se han materializado por completo en marcos de referencia tangibles de largo plazo. Es decir, todavía no han tenido suficiente tiempo para poder establecer o mantener su forma. No obstante, el presente sólo tiene una vida útil breve.
Ahora, nuestras relaciones son más fluidas que nunca, se forman mediante conexiones y redes, y a distancia, en lugar de únicamente mediante nuestras culturas localizadas y nuestras amistades locales. Una de las consecuencias de ello es que actualmente nuestras vidas personales están en peligro de transformarse menos mediante experiencias vividas y más a través de los datos que vamos dejando como sendas detrás de nosotros. Hemos entrado en otra lucha –otra contienda social– en la cual batallamos entre la transparencia de nuestras vidas privadas y públicas.
Manifestamos nuestra vida privada en público: nuestras fotos, nuestras canciones preferidas, los nuevos compromisos románticos, los anuncios matrimoniales, y todo lo demás; y, aún así, el sentido profundo de lo que podemos llamar nuestro verdadero ser se cubre como si temiésemos lo que los demás puedan ver. Hacemos pública nuestra vida privada gustosamente, pero huimos de exponer, o incluso reconocer, nuestra vida verdadera: nuestra queda voz interior que nos susurra en la oscuridad (Una voz susurró en la oscuridad diciéndome: «No existe una voz que susurra en la oscuridad»)[2].
Nuestro gozo de recibir atención, de ser advertido, se contrarresta (o se compra) a expensas de divulgar lo personal. Lucimos lo que consideramos que son nuestros «yos» porque sabemos que ahora disponemos de una plataforma plagada de amigos en la cual representar. Nos sentimos conectados a un cierto nivel, pero ¿podemos mantener este sentido de conexión humana a un nivel más fundamental, esencial? Yo mismo no soy inmune a esta situación. Tengo una red sociaI on-line donde comparto noticias de mi vida y fotos de mis viajes. Aquí el asunto –y esta es la cuestión en todos los aspectos– es encontrar el equilibrio entre compartir y sobreexponerse, entre el gozo genuino y la necesidad de atención. De alguna manera, podemos ver un paralelo con el sentido religioso de confesión.
Hemos vivido durante siglos con el sentido medieval de la confesión; es decir, me refiero al susurro íntimo, confidencial al sacerdote (en lugar de la confesión arrancada mediante tortura). Ahora podemos disfrutar de confesiones públicas que rayan en la auto-publicidad. Desde los blogs y los mensajes en los medios sociales, hasta los vídeos que despliegan un exhibicionismo antaño mal visto en la mayoría de las culturas. La discreción –el yo secreto– se ve ahora como algo antisocial. «¿Cómo, no quieres decirme tu edad, o con quien saliste ayer por la noche?» Ahora, es más probable que las chicas en edad escolar sean acosadas on-line que en el colegio. Y no son sólo los chavales quienes sufren el acoso on-line, o los «trolls» como se les llama actualmente. Desde los famosos hasta la gente cotidiana, todos somos susceptibles del abuso sexual y el tratamiento inhumano cibernéticos que estos tiempos modernos hacen disponible. Al mismo tiempo, deberíamos reconocer que la plataforma on-line –Internet, la red informática mundial– no nos roba nuestra humanidad, la refleja. Este medio no penetra tanto en nuestro interior como muestra lo que está dentro de nosotros.
En pocas palabras, si deseamos ver un futuro mejor necesitamos cambiar lo que está en nuestro interior. Nuestras mentes –nuestro pensamiento y consciencia– deben cambiar, de otro modo las cosas permanecerán igual. Los patrones modernos de pensamiento nos han proporcionado guerra y genocidio a escala global: el Holocausto y la tortura sistemática y el asesinato «racional», desde los campos de concentración hasta la tiránica «limpieza étnica». Nuestras tecnologías se están utilizando actualmente para la clasificación social, la vigilancia, el condicionamiento cultural, y una amplia gama de prácticas que promueven una esclavitud voluntaria. El lugar real de la libertad solo puede estar en nuestro interior –nuestro ser interno– y es hacia ahí donde debemos volvernos. Como ahora resulta evidente, nuestro mundo exterior está en medio de una serie de crisis profundas. Por decirlo de otra manera, como especie colectiva nos acercamos a una experiencia cercana a la muerte. Y aún así, sabiendo todo esto, yo me mantengo positivo acerca de nuestro futuro humano.
Si lo que hay es un porvenir igual al que tenemos ahora, o peor, en tal caso no es un futuro, es una desagradable continuación duradera de los viejos modos disfuncionales. Y sin embargo toda la historia humana ha consistido en cambio y transición. En todas las épocas ha habido momentos de malestar y perturbación, por supuesto en algunas más que en otras. La nuestra también es un periodo de fluctuación, flujo y flexibilidad. También es tiempo de hacer elecciones cruciales como individuos, familias, comunidades y sociedades: en resumen, como seres humanos. Es una etapa importante de gestión de nuestros estados psicológicos, emocionales y físicos. Podemos sentirnos inseguros acerca del futuro, pero disponemos de tecnologías para transformar radicalmente nuestra era en algo sin precedentes. Tenemos tanto tecnologías externas como eso que yo llamo «tecnologías del alma». Lo que somos, se lo transmitimos a los demás. Si exhibimos impulsos y conductas básicamente «animales», entonces es eso lo que compartimos con los otros y con el mundo que nos rodea. Es hora de ser tanto sensatos como espiritualmente íntegros.
Recordemos que cualquier sociedad y civilización que no reconoce al humano como un ser espiritual se quedará corta en sus logros. Nuestro objetivo es no quedarnos cortos, por lo menos a largo plazo. Pero el reconocimiento del humano como un ser espiritual no procederá del mundo, ni desde luego en modo alguno de nuestras instituciones socioculturales y políticas. Inicialmente sólo provendrá del individuo. Y es desde aquí desde donde se debe nutrir el cambio genuino.
El yo en la vida moderna consiste en reconocer esta elección y actuar en consecuencia. No será fácil, debido a todos los obstáculos socio-políticos y tecnológicos arriba mencionados. Y, aún así, debe ser una fuerza de compromiso interior inquebrantable y de auténtica confianza en uno mismo. Debemos escoger lo que queremos ser, interiormente. Debemos elegir nuestra libertad desde dentro.
[1] En el original «rules the waves» que hace referencia a la frase «Rule Britannia, Britannia rule the waves» (Britania, gobierna, extiende tu imperio sobre las olas).
[2] «Voice in the night», Idries Shah en Wisdom of the Idiots.