Cuando miramos hacia arriba al cielo nocturno y vemos el brillo de las estrellas, nos sentimos sobrecogidos y fascinados. Hay belleza y asombro, y la emoción de lo desconocido. Todo se anima con posibilidades. Ahí fuera hay un mundo encantado que nos hace señas por medio de un misterio comunitario; y deseamos responder a esa llamada porque bajo cualquier vida subyace el afán de sentido. Como seres humanos deseamos, anhelamos, necesitamos una sensación de sentido y propósito en nuestras vidas. Un universo encantado sirve para atraernos con un sentimiento de pertenencia; pero en algún lugar a lo largo del camino perdimos el sentido de comunión.
Hace tiempo, la humanidad sentía un destino común con su medio ambiente, tanto terrestre como cósmico, lo que alentaba un modo directo de participación. Antaño, el entorno que percibía la humanidad era un espacio envolvente, una matriz incluyente que implicaba al individuo en cada momento de su vida. Nuestros ancestros no estaban alejados de la vida, participaban directamente en su encantamiento. Esta integración entre ser y ambiente consolidaba en los humanos una totalidad psíquica. Nuestros antecesores no estaban alienados del mundo de la manera en la cual lo está la humanidad moderna. Es en los últimos siglos, especialmente, cuando el género humano se ha expurgado progresivamente de su propio misterio y se ha desterrado del reino del encantamiento. La moderna consciencia racional está alienada, asustada de su participación. Contempla el mundo como un observador externo: un mundo de objetos que se desplazan con un movimiento mecánico. Esta consciencia alienada ha remplazado el encantamiento y el misterio con un barniz de artificialidad. Por tanto, el cosmos del «ser y la pertenencia» humanas, contagiado por la mente, se ha contaminado. Pero no es así como son las cosas, sólo es la imagen más reciente de cómo nos parecen. Nos hemos visto forzados a construir nuestros propios significados acerca de un mundo que hemos dejado escapar de nosotros mismos; en otras palabras, nos hemos desilusionado de un cosmos viviente.
Ahora el panorama moderno está más salpicado de gestión que de aventura. La representación primordial de nuestra era ha sido el consumismo: la capacidad de la persona común de comprar los bienes materiales que requiere para mantener un estándar de vida decente. Esta retórica industrial elogiaba la capacidad de los obreros fabriles de permitirse los bienes que producían, convirtiéndose por tanto en el propio mercado. Muchos comentaristas lo entendieron como el individuo moderno comprando dentro del sistema y fundiéndose con su insípida ideología. Sólo recientemente algunos observadores perspicaces han llegado a darse cuenta de que el consumismo se ha transformado en una terapia de choque idiosincrática para que la gente compre la posibilidad de escapar del sistema. La adquisición fácil de cosas se ha convertido en un intento de encubrir la ansiedad acerca del ser, una manera de aplacar la anomia y de disfrazar el propio tedio. El consumismo no es más que la expresión de un progresivo hastío mundial. Nuestros ojos apenas están mirando por encima del borde de nuestros pequeños mundos del yo.
El panorama psicológico interno de muchos se ha llegado a infectar con este aburrido contagio. Ahora se nos pone en guardia para que protejamos nuestros espacios psíquicos y también para repeler fuerzas que, intencionadamente o no, sirven para dañar y sumergir en la desesperación nuestros pensamientos. Los juegos en los que han devenido nuestras vidas nos divorcian de nuestra consciencia de nosotros mismos, que se retrae aún más adentro en los profundos recovecos de nuestro ser. La vida moderna está plagada de falsos yos desfilando como entidades auténticas. Este desencantamiento se ha convertido en la lente dominante con la que miramos hacia afuera, a nuestro alrededor y también al cosmos. Todo sigue siendo un gran accidente, un colosal conglomerado de azar y caos; así es como apareció la vida.
La historia moderna de occidente ha consistido en eliminar del mundo que nos rodea el misterio, la mente y lo mágico. La moderna consciencia occidental se define a sí misma por su propia retirada del mundo del «más allá». Además etiqueta injustamente cualquier pensamiento del pasado como no sólo incorrecto sino primitivo. Es decir, nos contamos a nosotros mismos que nuestra comprensión del mundo se ha desarrollado y mejorado de una manera lineal; por tanto, todos los pensamientos y las nociones mentales previos eran inferiores y «acientíficos». La humanidad se posiciona erróneamente en la creencia en un progreso lineal mecánico e inmaduro. Las visiones previas del mundo se consideran erróneas, ilegítimas y carentes de sofisticación. Y aún así apenas nos preguntamos cómo recordarán nuestros descendientes nuestra propia visión actual.
Ya sea que llamemos a nuestra era actual moderna o posmoderna, la corriente subyacente es la misma. Tantísima gente parece pasarse la vida sin temer lo que les pueda pasar sino más bien temiendo que no les ocurra nada. Para mucha gente este malestar se ha convertido en una expresión de ira y destrucción no solo contra sí misma sino contra otros. Resulta irónico que (sobre todo en USA) las propias instituciones de aprendizaje y conocimiento se hayan convertido recientemente en lugares de violencia, terror y homicidios sin sentido. Este espacio psíquico, donde la realidad y la irrealidad entran en conflicto, es una respuesta a nuestro estado de consciencia imperante. Y con todo, la consciencia de cada era establece su dictamen y a menudo descarta injustamente lo precedente. Por ejemplo, nos resulta extremadamente difícil captar la consciencia de la sociedad humana premoderna.
Hasta recientemente, el paradigma dominante de la consciencia humana se edificaba en gran medida a partir de una visión del mundo científica y racional. Ahora, a medida que entramos en un periodo de transición, esto está experimentando una profunda transformación. Durante tales épocas de cambio, el impulso de búsqueda de sentido y significado se convierte en un afán más preponderante e indispensable. En esos momentos de transformación socio-cultural, en los cuales se revisan las bases del conocimiento y se cuestionan nuestras construcciones de la realidad, se fortalece en el individuo la necesidad de buscar el ser.
La consciencia racionalista contenía sus propias limitaciones incorporadas, tales como su separación y desencantamiento del cosmos. Esta perspectiva sólo pudo sobrevivir unos pocos siglos, aquellos que fueron dominados por el racionalismo científico y su universo mecánico. Actualmente resulta imposible conservar el paradigma científico moderno (el modelo cartesiano-newtoniano), al igual que, en su momento, el paradigma religioso del siglo XVII. Es así como se desenvuelven las cosas; a la larga, un conjunto de estructuras, sistemas y visiones del mundo queda anticuado y debido a la necesidad (entre otros factores) es reemplazado o más bien actualizado por un nuevo conjunto, el cual define la consciencia dominante de la nueva era. Para representar la expresión emergente de la consciencia también salen a la luz nuevos valores. En esos momentos de transición hay apremio, oportunidad y un empuje interno para volverse a conectar con un sentido de significado tanto personal como cósmico. En otras palabras, hay una necesidad fundamental de comprender el propio ser y su lugar en el esquema mayor de las cosas. La inestabilidad con la que nos encontramos en el mundo a nuestro derredor sólo nos persuade aún más de la necesidad de encontrar las raíces que nos conectan con una corriente de conocimiento y significado más permanente.
Cuando llegue el momento de mirar atrás a los últimos siglos pasados los futuros historiadores verán el paradigma cartesiano-newtoniano como una reliquia. Se considerará una curiosidad mental que generó conocimiento científico y una rápida expansión industrial, pero que fracasó en aportar un progreso real a la esencia de los seres humanos. Su arrancada a borbotones, que duró varios siglos, podría compararse a un primitivo cohete de aceleración que propulsara una nave especial hacia su órbita sólo para lanzarla y desprenderse, incendiarse y derretirse mientras vuelve a caer a tierra. Los últimos siglos fueron un episodio evolutivo aislado que recorrió su camino. En términos antropológicos fue un mero parpadeo, durante el cual la humanidad se acercó al borde del abismo. Pero a última hora parece haberse impulsado de vuelta al camino, mientras una nueva época evolutiva empuja, en un perturbador trabajo de parto, hacia un nacimiento planetario.
Actualmente estamos en medio de esa transición del alumbramiento, mientras la mente colectiva de la humanidad busca solaz en una nueva era de comunión con un cosmos encantado, sagrado. No estamos tanto en una era nueva como en una gnosis inédita, en la cual numerosas hebras revolucionarias —o más bien evolutivas— de la urdimbre visionaria se están entretejiendo para formar un nuevo tapiz. Nos encontramos con los descubrimientos de las ciencias actuales —el mundo cuántico en física y biología— que se combinan con las nuevas tecnologías del mundo externo e interno. Disponemos de diversas tradiciones místicas integrándose a través de culturas variadas y empujando el conocimiento antiguo hacia la corriente principal; y cada vez más el panorama interior de la humanidad se recorre y cartografía mediante herramientas exploratorias y psíquicas. Los mundos digitales, virtuales, están acrecentando nuestro sentido de la realidad material, y el cosmos profundo estalla en descubrimientos y se está revelando.
El gran espejo sagrado del ser humano nos está devolviendo el reflejo de cada átomo conocido que en cualquier momento haya surgido de la matriz creativa de la existencia. Es la era del impulso, la aceleración, la exposición, la revelación, la invención, la innovación, la exploración y la comprensión gnóstica, a una escala generalizada como nunca hasta ahora. Es un movimiento planetario absolutamente profundo, una luz brillante de inmenso asombro y epifanía; una era verdaderamente milagrosa en la cual presenciar lo que se está desplegando. Ya estamos dirigiéndonos hacia una nueva etapa de fusión humana a nivel planetario.
La humanidad anhela unificarse, ansía una empatía integral de relaciones y comunión. La mente medieval se refería a ello como una forma de simpatía, de correspondencias entre las cosas; una fusión entre objeto y sujeto en la cual las diferencias se transforman en atracciones. Esta es la realidad sagrada que debe volver a instalarse en la consciencia colectiva de la humanidad. Y siempre ha estado ahí, flotando alrededor de nuestros arquetipos míticos por debajo de la delgada corteza superficial de nuestra mente consciente. Ahora se está despertando y la nueva era que emerge no tendrá otra alternativa que alentar, aceptar y celebrar este renacimiento sagrado de un cosmos encantado.